De Bogotá siempre decimos que es una ciudad cosmopolita, donde convergen las gastronomías del mundo. Pero me atrevería a usar el mismo término para decir que también es el destino donde todas expresiones culinarias de Colombia se dan cita, en restaurantes, en sus plazas de mercado y por supuesto, en sus calles.
Cuando se camina la ciudad es común encontrar todo tipo de comidas al paso, por mencionar algunas: la empanada y la arepa en todas sus posibilidades, los amasijos de Cundinamarca y Boyacá, pero también los de Antioquia, el Eje Cafetero o el Valle del Cauca, los fritos de la Costa Caribe, las mazorcas doradas, y cómo no, cientos de puestos dedicados al tesoro más apreciado de nuestro país: sus frutas multicolores, siempre listas para comer, frescas, cortadas en trozos, servidas solas o mezcladas, incluso fritas, como ese coco acaramelado que nos enamora.
Es por es que al conocer que esta capital iba a ser protagonista de uno de los capítulos de la serie Street Food Latinoamérica de Netflix, no surgió en mi más que expectativa de ver reflejados la variedad, el sabor y la pluralidad de una cocina colombiana que se ha hecho cercana, que se come a bocados con la mano, de pie o caminando por esta gran urbe que alberga ocho millones de habitantes.
Sin embargo, la Bogotá que vi retratada allí se quedó corta. No se muestran sus calles ajetreadas, llenas de contrastes, de bullicio, reflejo de una ciudad vibrante que, aunque pareciera que es de todos y a la vez de nadie, nunca pasa indiferente ni desapercibida.
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La encerraron en un solo recinto, la Plaza de la Perseverancia, un templo de la cocina popular colombiana, que vale la pena mostrar pues es indudable el aporte que hacen sus cocineras tradicionales a nuestra cultura gastronómica, pero que también lejos está de ser un epicentro de la comida callejera bogotana.
Los antojitos que comemos en la calle pasaron de agache, al final del capítulo sin pena ni gloria, ya que ni siquiera tuvieron la oportunidad de ser nombrados. En su lugar, vimos desfilar las sopas colombianas en todo su esplendor, sí son suculentas, pero nunca he visto a ningún bogotano pidiendo un plato de ajiaco caliente para comerlo de camino al trabajo, o a un estudiante comprando tamal para picar en esa media hora que le queda libre entre clases.
Estos, así como la bandeja paisa, el mote de queso y el rompe colchón bien podrían ser nuestros valiosos representantes en una serie dedicada a las cocinas tradicionales, a esos platos que nos reconfortan en la mesa. Sin embargo, apreciarlos en el marco de lo callejero se sale de foco.
La factura audiovisual y la narrativa de las historias de nuestras cocineras populares estuvo maravillosa, cómo no si los entrevistados fueron dos de los cocineros más conocedores de la gastronomía nacional: Luisa Acosta y Eduardo Martínez. El hecho de ver en una producción tan importante a mi ciudad no deja de ser motivo de orgullo, no obstante, esperaba algo diferente. Con ese sinsabor me quedo.
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