“Yo creo que el crecimiento ha sido más una consecuencia que una intención”, reflexiona Pablo Buitrago, uno de los fundadores del Kiosko, al hablar sobre la trayectoria de este emblemático negocio bogotano. Lo dice con la convicción de quien ha vivido desde adentro los desafíos de emprender, crecer y mantenerse vigente durante décadas.
“Cuando logramos engranar, avanzamos un montón”, afirma. Y agrega: “Después de todo esto, toca volver a crecer, porque uno atraviesa el petroverso contra viento y marea, y si como empresario uno no está optimista, se hunde el país”.
La historia del Kiosko empezó en 1989, cuando Magdalena Martínez llegó a Cedritos, una zona que por entonces parecía inhóspita. “No había mucha construcción, era frío y árido”, recuerda. Pero en medio de ese paisaje, tuvo una idea: instalar un pequeño cubo de cristal en su antejardín para montar un negocio. El arquitecto le propuso otra cosa: un pequeño gazebo que finalmente se convirtió en el “kiosko” y que, sin quererlo, le dio nombre al lugar.
El concepto era simple, pero poderoso: ofrecer productos típicos como empanadas, pan de yuca, almojábanas y mantecadas, en un espacio cálido y cercano, que evocara la vida de pueblo. Magdalena quería que la gente se sintiera como en casa. “Ese fue uno de los fundamentos: la informalidad, la cercanía, la calidez”. Pero más allá del menú inicial, fueron los mismos clientes quienes ayudaron a definir la oferta. “Llegaban y preguntaban ‘¿tiene fresas con crema?’, y uno respondía ‘más tardecito las preparamos’. Así fue tomando forma el negocio, dejando que fluyera la imaginación de la gente”.
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Aunque Magdalena no tenía experiencia en ventas, el amor y el esmero que le puso al proyecto fueron claves para sacarlo adelante. “Hay que ponerle cariño, deseo de superación y hacer las cosas bien hechas”, dice. Y ese compromiso fue una escuela viviente para su hijo Pablo, quien, con apenas 11 o 12 años, ya ayudaba con la caja o salía en bicicleta a llevar domicilios. “Mi mejor amigo dice que fui el primer caso de trabajo infantil que conoció”, comenta entre risas.
El Kiosko se convirtió rápidamente en un punto de encuentro para los vecinos, sobre todo los domingos después de misa. La famosa “empanadita de iglesia” se volvió una costumbre. “Mi mamá quería armar una especie de plaza del pueblo en Cedritos”, recuerda Pablo. Y lo logró. Aunque al principio no había sillas y los clientes debían comer de pie —incluso bajo la lluvia—, la experiencia era tan cercana y amable que eso nunca fue un impedimento.
Entre las anécdotas que construyen su historia, Pablo recuerda una muy especial: “Así como Maradona tuvo la ‘mano de Dios’, el Kiosko también la tuvo”. En una ocasión, durante el Día de la Familia de la iglesia vecina, Magdalena donó una lata de mantecada y una cantina de masato. La venta fue tan exitosa que el párroco empezó a invitar desde el altar a los feligreses a visitar el Kiosko después de misa. Fue un impulso que fortaleció el vínculo del negocio con la comunidad.
Hoy, con más de tres décadas de historia, el Kiosko sigue siendo un referente de sabor y cercanía en Bogotá. Para Pablo, el secreto está en mantener lo simple para resolver lo complejo. “La palabra ‘esmero’ es fundamental. En nuestro idioma significa agilidad, cariño y orientación al detalle. Si logro incorporar eso en la experiencia del cliente, ese es el futuro soñado del Kiosko, de vuelta a sus inicios”.
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